En 2016 España batió el récord de expatriados alcanzando los 2,4 millones, con un aumento del 60% desde que empezara la crísis, en un fenómeno que la ministra Báñez bautizó como "movilidad exterior". Poco menos que se les ha venido a equiparar con los Erasmus que deciden libremente pasar un añito en el país que eligen en la mejor etapa de su vida.
Pero no son esas las circunstancias de los expatriados. Es verdad que muchos son jóvenes recién titulados, hartos ya de no encontrar un trabajo mínimamente relacionado con aquello para lo que se prepararon. Pero también hay unos cuantos profesionales y directivos de empresas españolas, unos 11.000 en 2016, que tuvieron que dejar España con o sin sus familias y aceptar el encargo de sus respectivas empresas, haciendo las maletas por uno o varios años. Y créanme que si difícil es dejar atrás tu ciudad, tu gente y amigos con 25 años, no hay una situación peor que tener que afrontarlo con hijos menores y una pareja que tiene su trabajo en España. Toca decidir y asumir en horas si trasladas a tu familia (en ocasiones a destinos a los que no irías de vacaciones ni aunque te las regalasen) sin saber exactamente por cuánto tiempo y haciéndoles romper sus lazos; o si te marchas tú sol@ y te conformas con verles 4 semanas al año.
He conocido bastantes de estos casos y he visto en sus ojos la rabia y la resignación con la que no tienen más remedio que aceptar su situación porque una hipoteca les obliga.
Y luego te encuentras con que después de haber invertido un dineral en formar a est@s magnífic@s profesionales para que los disfruten en otros países, invertimos ahora recursos para intentar que regresen. Muy propio.
Evidentemente no sufren las penalidades de los refugiados sirios que nos negamos a acoger en esta irreconocible Europa, pero no les deseo que pasen por su situación. Entre movilidad exterior y turismo, quédense siempre con lo segundo, si es que da el bolsillo para ello.
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